viernes, 19 de agosto de 2011

Doña Tulia no tiene sombrilla

En el Pasaje la Bastilla el trago se apura entre nubes de tabaco. Dientes desgastados desgarran el hígado asado y los trabajadores almuerzan a las 7:00 de la noche. Doña Ana Tulia invita a una empanada mientras los ancianos lloran el pasado perdido de este sector emblemático de la ciudad.


EL HOMBRE DE CAMISA AZUL frunce el seño mientras se sirve un trago más de chirrinchi. Lleva varios días sin afeitarse y el bigote le da una expresión dura. Pese a su aparente descuido tiene la camisa bien metida en el pantalón de paño barato. Su amigo de rojo, igual de desteñido, mira fijamente a ninguna parte mientras hace pasar el licor por su garganta. Son las 3:00 de la tarde.

Los dos hombres están recostados en un muro del pasaje La Bastilla, en el centro de Medellín, no muy lejos del Edificio Coltejer. A su lado, prefiriendo sentarse en un local, hay un viejo engominado mirando la calle y después a las frías baldosas, al sentir las manos de una mujer sobre sus piernas.

Licor por todos lados, cerveza, ron, whisky y aguardiente: del “antioqueño” que produce la Fábrica de Licores de Antioquia (FLA) y espera poner en el mercado 60 millones de botellas este año; y del "callejero", que no es más que alcohol etílico mezclado con agua y otras cosas. 

Un licor que emborracha como un diablo y que sin dudas cumple el cometido de hacer olvidar las penas. Varios ancianos de ojos perdidos las han olvidado para siempre. Murieron aquí, entre la Calle Colombia y la Avenida la Playa, a manos de este potente licor, el chirrinchi.

Pero no todo es licor. Muchos pasan sin siquiera notar la borrachera de los bebedores tempraneros. Lo que hay aquí es sabor y color en ebullición. 

A pocos pasos de distancia se encuentran varios puestos de comida callejera, donde se atiende a quienes están de compras en el centro, a quienes también trabajan aquí y sacan cinco minutos para despacharse unos frijoles con chicharrón, a quienes sólo están en busca de un almuerzo rápido y barato, y por supuesto a quienes están bebiendo.


Locales, sobre ruedas y espaldas

En la Bastilla hay negocios dentro de los locales y negocios en plena calle. La simbiosis entre comida y alcohol no escapa a esto. Se puede beber en un bar y descansar en las sillas de espuma y cuerina roja o beber en la calle y recostarse en el poste de la luz. 

De igual manera se encuentran los almuerzos completos tanto en los locales como en la calle. Siempre es barato en comparación a los exclusivos restaurantes de otros sectores de la ciudad, incluso del mismo centro.

También están los que llevan literalmente el negocio en la espalda. No es raro ver a alguien que intenta vender un crucifijo que carga sobre sus hombros, como si él fuera el Nazareno. Los negocios de comida también pueden ser tan portátiles: un hombre entra a un bar con una bandeja con pasteles de jamón y queso y una variada paleta de salsas. Allí no venden comida por lo que el hombre es aceptado sin más: una simbiosis entre los bares y los vendedores de comida.

Una señora lleva una canasta llena de porciones de lasaña y un tímido joven lleva empanadas en consignación. El sistema puede variar, pero algunos de estos vendedores no producen los alimentos sino que los revenden en los bares, mientras que los fabricantes tienen puestos en el Parque Berrío o locales móviles en pequeños camiones.


Con las manos en la masa

Aquí no hay altos ejecutivos ni negociantes de alto calibre. Hay mercaderes al menudeo, trabajadores de la calle que se compran y venden entre sí a precio de fábrica. ¿O cómo se le dice a un plato de fíjoles, arroz y patacón con hogao a 2 mil pesos? 


Doña Ana Tulia Torres los vende y le “brinda” un patacón más que se rehusará a cobrar. Ella es conocida por todos aquí, lo que no es raro pues Ana Tulia está en el pasaje La Bastilla todos los días desde las 3:00 de la tarde hasta las 10:00, desde hace 13 años.

Generosa y tan hábil con la palabra como con las manos, prepara empanadas de papa y carne con arroz, chicharrón y plátano mientras cuenta cómo llegó a esta ciudad hace casi 20 años desde Dabeiba, municipio del occidente antioqueño, con su esposo y 9 hijos. El primero no sale de casa desde que quedó tullido por un atraco. Tres de sus hijos ya no viven, pero uno de ellos que es teniente de la policía y le ayudó con una casa en la Ochenta con la Ochenta.

Doña Ana Tulia no tiene sombrilla, como las vendedoras de hígado de al lado. Si llueve le toca mover su carro metálico hasta la sombre de un gran árbol que nace justo en medio del pasaje. Una vez lo llevó demasiado lejos y los de espacio público le tiraron al piso el chicharrón porque no estaba en el puesto autorizado.

La relación con ellos puede ser difícil. “Ellos hacen su trabajo”, dice Ana Tulia. Los de la secretaría de Salud también vienen a veces. “Una vez me dijeron que no podía volver a vender comida si no iba a las Torres de Bomboná a hacer un curso de manipulación de alimentos”, cuenta Ana Tulia.

Entre 2006 y 2007, la Secretaría de Salud de Medellín capacitó a 10.040 manipuladores de alimentos, en especial los que se dedican a la economía informal. Esta formación es requisito indispensable para que los vendedores ambulantes puedan obtener el permiso y garantizar su permanencia.

“Me toco ir a 3 días de capacitación en las Torres de Bomboná, aunque queda muy atravesado porque es al medio día”, dice Ana Tulia. Sin embargo parece que esto se cumple más para poder seguir vendiendo y no por salud. 

La secretaría de Salud expresa que los establecimientos sancionados, una vez cumplan con los requisitos sanitarios pueden volver a brindar sus servicios.


Conversaciones entrecortadas

De noche, la cosa es a otro precio. Muchas personas salen de sus oficinas, que quedan justo arriba de los bares y así sea miércoles ¿Porqué no una cervecita? 

Al parecer, las mujeres son las que más toman. “Acá vienen las asesoras de Colpatria tomarse los traguitos”, cuenta Carlos Augusto Patiño, un hombre de mediana edad, bonachón y de voz carrasposa, como buen bebedor. Patiño es mesero en el bar “El Despeje”, ubicado un par de cuadras de la Iglesia de la Veracruz.

La combinación de las mujeres y el alcohol es explosiva. Sino que lo digan las saloneras, las tradicionales meseras de los bares del centro. “Al patrón no le gusta trabajar con mujeres. En un bar los borrachos les pueden mandar la mano”, cuenta Carlos Augusto.

En “El Despeje”, sin embargo, no parece muy probable que esto pase pues en cada mesa hay una pareja compartiendo un trago y un mango biche, cortado en julianas generosas y con la mejor presentación, gracias al simpático mesero. 

La música es muy variada. Desde México a la Argentina, pasando repetidamente por las Antillas cada noche, los meseros programan un viaje musical en una lista de reproducción que antes era trabajo de las rockolas, pianos y traganíqueles. También están los músicos de verdad, con sus vestiduras tristes  y su ojos amables, dispuestos a competir con los altavoces en nombre del amor.


En el bar “El antioqueño”, esta vez en pleno Pasaje las Bastilla, se pasa el licor con achiras, unos crujientes bizcochitos de maíz. La salonera de ojos miel sonríe mientras toma la orden y se guarda el lapicero en medio de los pechos. Los hombres la ignoran pues están muy ocupados en entender algo de lo que dicen los otros entre la fuerte guasca, el fútbol internacional de las pantallas o la esbelta figura de las chicas águila de la pared.

Afuera, la melancolía de las lentas rancheras, guascas y tangos se hace más soportable con el fuerte olor de la carne asada. Los aliños son los culpables de darle un marcado acento a las notas del hígado de cerdo, más barato que el de vaca, que destila jugosos fluidos. Quienes salen del trabajo apenas a las 9:00 p.m. y no tuvieron hora de almuerzo se regocijan con solo pasar por ahí.

Doña Tulia sigue sonriente. En 65 años de vida no ha dejado de trabajar un sólo día y jamás le da síndrome de lunes. 
“Cómase otra empanada, yo se la brindo”, dice.
“¡Pero usted regala la mitad de su negocio!”.
“…Y nunca me ha faltado nada”, dice mostrando los dientes detrás del labial corrido. 

Es verdad. Doña Ana Tulia no tiene sombrilla, pero tiene todo lo que necesita. “Igual uno se muere y nada se lleva…”


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