viernes, 18 de noviembre de 2011

No teme hundir las manos en la tierra

Las manos resquebrajadas terminan en dedos regordetes y ennegrecidos por la tierra. Las uñas duras y atrofiadas por el trabajo de un hombre que ha sobrevivido a ochenta y ocho años y dos ataques al corazón.

Fotos: Regina Sepúlveda.



DON GILBERTO RODRÍGUEZ camina todas las mañanas. Se levanta a las 5:00 a.m. pasadas para salir con machete en el cinto y un bastón para quitar las ramas que se le atraviesan. El médico le dijo que caminara una hora y media todos los días, y el viejo sigue la indicación al pie del camino.

Aunque su familia no está muy de acuerdo, don Gilberto recorre solo largos trayectos en los bosques del Corregimiento de Santa Elena.

“En la casa me dicen que si quiero caminar, que camine cerquita, pero ‘cerquita’ es que me voy pa’l monte, ¡y eso fue lo que me recetó el médico!”, sonríe tímidamente, y continúa con firmeza, un paso más lejos de su casa. 

El rostro moreno corona un cuerpo fortísimo que ha sido su herramienta de trabajo durante toda la vida. Don Gilberto nació en la vereda Mazo en 1932: él ha podido ver cómo las montañas azules se han llenado de casitas, cómo alrededor de las antiguas viviendas campesinas se fueron levantando los adobes, y cómo se le vendió la tierra a la gente de Medellín que venía a pasar el fin de semana.

“Anteriormente no habían sino unas poquitas, pero ya uno no ve sino casas y casas como en un pueblo. Al lado de las casas viejas construyeron los hijos y los yernos, y vea, sólo en esa montaña ya hay más de diez casas, pero antes era pura manga”, dice don Gilberto, señalando con el bastón.

Don Gilberto Rodriguez  y su esposa Martha Soto.

En Santa Elena es evidente la progresiva urbanización del paisaje, las costumbres y el trabajo. El corregimiento ha cambiado mucho en las últimas décadas, por acción de una ciudad que no era ciudad cuando Don Gilberto era un niño que corría descalzo y se bañaba en las quebradas de la vereda Mazo.

Medellín se transforma y transforma su periferia. El Valle de Aburrá y las montañas que se levantan en su costado oriental han estado unidos desde tiempos inmemoriales, pues esa es la ruta que une los valles de Aburrá y San Nicolás, comunicando la “capital de la montaña” con el próspero Oriente Antioqueño.

Unidos por vías antiguas, como el Camino Indígena de la Sal o la Vía Santa Elena, en la que trabajó el padre de Don Gilberto, los destinos de la ciudad y el campo están atados para siempre.

Hasta no hace mucho, la ruralidad se contentaba consigo misma. La agricultura era, en lo esencial, una actividad para el sostenimiento propio: la tierra daba sus frutos a quien con se los ganara con el sudor de la frente.

“Yo sembraba papita y deshierbaba el maíz de las fincas de los ‘viejos antiguos’, pero en ese tiempo los cultivos eran pequeños, no como ahora que sacan bultos y bultos”, relata.


Este hombre, más bien bajo y de complexión robusta trabaja aún en lo mismo que su padre y sus antepasados. La vida de jornalero no es fácil. Es un trabajo duro, que se convierte en una opción para quienes, como Gilberto, no superaron el segundo grado de primaria. 

“La paga es más bien poca, por ahí 25.000 pesos el jornal, y eso sólo alcanza para mecatear”. Pero sin embargo, madrugar es una costumbre para él. “Me levanto temprano porque desde joven me mandaban a recoger leña o abono para las matas”. 

Durante su vida ha cultivado papa criolla y “fina” (es decir, capira), arveja, coles, vitoria, ahuyama, cidra, y flores de jardín. No teme hundir las manos en la tierra, y mira con detenimiento todo que está en la tierra, pues de la tierra brota la vida.

Con el bastón golpea las botellas que los turistas dejan en el bosque, y todo lo que le llame la atención. “Casi siempre camino por las antenas de Telecom o el mirador de La Paloma, pero no me gusta ir por allá los sábados y domingos porque hay mucho malencarado, aunque también gente formal… hay de todo”.

Caminando se topa con una gran amanita muscaria, esas setas rojas que se usaban para espantar las moscas, y la destroza con su bastón. Luego se lamenta de no alcanzar con él las curubas maduras que se enredan en los árboles altos y cuelgan ofreciéndose a las aves madrugadoras.


Don Gilberto trabaja la tierra para sí mismo. Gracias a su trabajo, su familia cuenta con una provisión constante de hortalizas. Pese a que hoy en día la producción agrícola de Santa Elena está pensada para satisfacer más que la demanda familiar, las nuevas generaciones no parecen querer seguir trabajando la tierra.

“Los jóvenes quieren trabajos fáciles, se van para Medellín, o manejan carro”, señala don Gilberto. Claro está que muchos cultivos grandes no requieren mano de obra constante, salvo en época de cosecha.

Mientras tanto, el oficio artesanal de la tierra se está perdiendo. Este es un oficio de tiempo completo, pues los pequeños policultivos familiares necesitan mucho cuidado. La aparición de abonos y pesticidas químicos resulta también un considerable impacto al oficio y al medio ambiente.

“Yo sigo cultivando con abono, recojo hojarasca y boñiga, pero hoy lo que se usa es puro químico”, cuenta don Gilberto. Esto genera un gran impacto ambiental que se ve reflejado principalmente en el deterioro de las aguas. “Antes uno tomaba de cualquier quebrada y era agua limpia, pero ya no se puede…”, añade.

Pese a todo, don Gilberto no se queja ni parece triste frente a una situación inevitable. Los destinos del Valle de Aburrá y de las montañas que lo vigilan están ligados como los de sus habitantes.  
El oficio artesanal de la tierra quizá pueda reaparecer de algún modo bajo las nuevas técnicas de agricultura urbana, que sin duda será tan necesaria para la sostenibilidad de las ciudades del futuro.

No olvidemos que la agricultura fue indispensable para la aparición de la civilización. Hoy en día sin embargo, parece una actividad trivial y hasta ignorada. Para poder tener certeza de qué hacer con nuestros destinos, deberíamos considerar cómo fue posible forjar un destino humano, y para ello es indispensable mirar atrás y reconocer que el primer oficio del hombre fue procurarse el alimento hundiendo las manos en la tierra.

2 comentarios:

  1. Me hace pensar que tal vez el oficio del campesino, de hundir las manos en la tierra a diario hasta que la tierra lo cubra a uno, sol a sol, podría perderse. Es difícil encontrar en estos tiempos alguien que quiera dedicar sus días a las labores del campo... Gracias por compartir esta memoria de nuestros ancestros

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  2. Muchos viejos de Medellín tienen un impulso fuerte hacia la siembra y el cultivo: hacen germinar cualquier semilla en una solar, una matera, hasta en un tarrito con tierra. Es una vocación. Nuestra tierra es fértil, necesitamos trabajar en la vocaciones campesinas, tecnificar el agro, que existan oportunidades de estudio y trabajo para los jóvenes en el campo...

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